¿Recuerdas aquellos días previos a la Navidad en la Alameda Central?, en el corazón de la Ciudad de México, en ese enorme jardín con muchas fuentes, esculturas de grandes maestros y gente, mucha gente, porque para muchos era importante ir a tomarse la fotografía con Santa o con los Reyes Magos.
Como tú sabes, la Alameda Central está situada a un costado del Palacio de las Bellas Artes, desde donde se puede admirar la Torre Latinoamericana, por mucho tiempo el edificio más alto de la capital mexicana. Aún ahora, si transitas por Avenida Juárez, puedes admirar dicha alameda que rodea el Hemiciclo a don Benito Juárez, un precioso monumento, deslumbrante por su blanquísima arquitectura.
Cuando los primeros hijos de don Manuel y doña Lupita éramos unos chiquillos, nos emocionaba ir a la Alameda y en especial, ¿te acuerdas la ocasión en que teníamos la ilusión de fotografiarnos con los Reyes Magos? Salimos con papá, abordamos un autobús que en aquellos días iba semi vacío, no como ahora que ese transporte va repleto.
Mi mamá nos había arreglado para la ocasión. Mi cabello largo había sido peinado con trenzas. Mis hermanas Yola y Tere lucían cabello corto e iban abrigadas con sus abrigos de terciopelo rojo, bien que lo recuerdo. Nuestro hermano Víctor iba enfundado en una chamarra* y yo un abrigo “beige”, que no cerré correctamente y en la fotografía parece que le faltara un botón, algo que por mucho tiempo me reproché.
Nuestra mamá se había quedado en casa con la nueva bebé, Maru. Era la época invernal y no era cuestión de sacar a la niña a exponerse al frío.
Arribamos a la Avenida Juárez y al pisar el territorio de la Alameda, empezamos a admirar los fastuosos arreglos que cada grupo de “Reyes” o “Santas” habían instalado para atraer a sus clientes, en medio de la algarabía de los paseantes que se daban el lujo de la vida al transitar entre esos seres que se habían esmerado tanto en sus vestimentas y escenografías.
Bueno, tú ya conoces cómo viste Santa, pero para los pequeños era sorprendente ver a los “Reyes” vestidos a la rica usanza oriental. Para los que apenas empezábamos a ir a la escuela era muy novedoso ver aquellos espléndidos ropajes, los turbantes, las largas barbas de Melchor y Gaspar y más asombroso ver el color tan oscuro de la piel de Baltazar. Si para mí, la mayor de los hijos, era notable, imagino lo que pensaban mis hermanos menores. Hasta ese momento no habíamos visto antes una persona de la raza negra y eso nos maravillaba; contemplamos con admiración su tez reluciente y esa noche creo que sobresalían más sus blanquísimos dientes y el blanco de sus ojos.
Bueno, esas imágenes se multiplicaban por decenas. Si este trío de “Reyes” era magnífico, el siguiente era superior y mi papá iba preguntando el costo de la fotografía, el cual variaba de acuerdo a la escenografía que habían montado tanto los “Santa” como los “Reyes”, hasta que llegamos con quien se ajustaba a nuestro presupuesto. El elegido tenía un trineo lleno de cajas envueltas lujosamente para regalo, al frente estaban los renos hechos de papel maché, bastante reales. Era atrayente subirse al trineo, sostener los fabulosos obsequios y sonreír frente a la cámara profesional. Mis hermanas y hermanos sentados en el trineo y yo de pie junto a vehículo oficial de Santa, un hombre pasado de peso, con blanquísima barba postiza y ojos… no, no eran azules, sino café oscuro, el clásico color de los ojos de los mexicanos.
Hubo tres tomas, pues el trato era que el cliente podía elegir la que más le gustara. En cada pose, había que sonreír aunque nos estuviéramos congelando o nos estuviera distrayendo el gentío. Pasado esto, mi padre volvía a negociar, argumentando que el “Santa” de junto tenía más arreglos, que ahora le parecía que había sido un error subir a sus hijos a un trineo tan simple, en el que su hija mayor se había tenido que colocar a un costado. Llegaban a un arreglo y mi papá pagaba e informaba la dirección donde entregar la singular fotografía.
Sí, mi papá cubrió el costo de la foto y tuvimos que esperar dos semanas antes de que fuera entregada en nuestro domicilio. Así eran las cosas en nuestra niñez. Existía la confianza entre las personas. Es imposible pensar en la actualidad que alguien pague a un desconocido por un servicio y espere que aquel cumpla; eran otros tiempos, como decía mi abuelita, quien por cierto comentaba que en su época “los perros eran amarrados con longaniza”.**
Una vez pasado el trámite de la foto, cruzábamos la avenida para admirar la maravillosa iluminación, adornada con millares de foquitos, las aceras con enormes jardineras llenas con flores de Nochebuena, la prodigiosa flor mexicana, y los aparadores de las grandes joyerías, tiendas y librerías que competían entre sí para atraer a más paseantes, incluso las entradas de un cine y de un hotel, lucían francamente esplendorosas.
En las esquinas estaban mujeres que vendían Castañas, asadas al comal sobre un brasero u hornillo típicamente mexicano. Te confío que en mi niñez nunca probé las castañas, pero sí los buñuelos y los “hot-cakes” callejeros, que esa noche me supieron a gloria.
De regreso a casa, pensaba que de alguna manera habíamos traicionado a los Reyes Magos, pues éramos sus clientes; éramos de esos niños a los que Santa Claus ignoraba en Navidad, pero éramos compensados con regalos el 6 de enero del año siguiente cuando a nuestra casa llegaban los siempre generosos Melchor, Gaspar y Baltazar.
* Chamarra, abrigo corto.
**Longaniza, especie de chorizo.
copyrightconnieureña/2017
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