sábado, 26 de septiembre de 2015

8 - ASÍ TE CUENTO DE SER SECRETARIA




En el presente, cuando veo a una joven de 15 años, la miro tan niña, tan inexperta, tan necesitada aún de la protección familiar y recuerdo que a esa edad empecé a trabajar como secretaria; pero en aquel entonces “me sentía grande”, de mayor edad, tal vez por el maquillaje, la ropa, los zapatos de tacón alto, el peinado y las medias.

Me había graduado como secretaria en español. Al inicio de mi búsqueda de empleo recibí varios rechazos, inclusive desengaños pero al fin, un mes de febrero fui aceptada en una asociación como secretaria del gerente. Empecé a conocer el mundo de los oficinistas, las carreras de las mañanas para llegar a tiempo, las labores desconocidas que había que aprender, la atención al jefe, a los visitantes, los teléfonos, la interacción con los compañeros de trabajo y un sinnúmero de etcéteras.

En ese primer empleo destaqué y pronto me di cuenta que podría ascender a gestor ante una oficina gubernamental. Me armé de valor y con el respaldo de mi jefe directo fui a hablar con el director general para solicitarle la oportunidad de mi interés.  Él era un hombre muy alto y corpulento, mal encarado. Era la primera vez que le hablaba directamente.  Me miró después de haber hecho mi propuesta; sonrió y me dijo que pensaba que las mujeres aún deberíamos estar en casa porque creía en el refrán “las mujeres solo son buenas para el metate y el petate”.  (El metate es un utensilio de piedra en donde se muelen ciertos ingredientes de los alimentos; el petate es la cama de los muy pobres).

Con esas palabras salvajes creí que debía salir de su oficina inmediatamente, pero el director añadió:  “viendo el valor que has tenido al pedirme esto, está bien, tuyo es el puesto; tomando en cuenta que al primer error que cometas, te vas”.

Realicé un buen trabajo pues me esforzaba por cumplir todo rápidamente, bien hecho todo y de buen modo.

Mis horizontes se habían ampliado y a los dos años busqué otro empleo que quedara más cerca de la casa de mis padres, ya que la asociación se había mudado al sur de la ciudad.

Un sábado conocí al director de ventas de una compañía de iluminación. Era un ingeniero de grata presencia. Le simpaticé y me agendó una cita con su jefe, el dueño de la empresa.  Este otro ingeniero me dictó varias cartas, revisó mi taquigrafía, vigiló mi mecanografía, observó mi ortografía y me contrató.

Ahí conocí a Laura, ella me enseñó a trabajar más limpiamente, a ser ordenada, a anotar todas las instrucciones que recibía y a ser muy honesta, porque entre mis deberes estaba llevar “la caja chica” de los gastos de jefes y empleados. Recuerdo que me dijo, “no te debe faltar ni sobrar dinero”, “los fondos de la empresa, son sagrados”.

Al paso del tiempo me convertí en jefa de la recepción de pedidos, título rimbombante para un departamento de una sola persona, pero que interaccionaba con el de producción, el de embarques y sobre todo con los vendedores.

Seguía bajo las órdenes de mi primer jefe en esa empresa. Un día él me preguntó si no iba yo a seguir estudiando; le dije que tal vez, pero no sabía cuándo. Mi jefe era miembro del patronato de una exclusiva academia para secretarias; me ofreció una beca y todas las facilidades para estudiar hasta conseguir el título de secretaria ejecutiva bilingüe.

Recuerdo que el transporte escolar pasaba por mí a las 06.30, llegaba a la academia a las 07.00, asistía a las clases que terminaban a las 12.30. Comía apresuradamente y me iba a trabajar de 13.30 a 20.00 horas.

Al llegar a la oficina escuchaba los mensajes grabados en mi ausencia, elaboraba los pedidos recibidos, atendía las quejas de los clientes y sobre todo atendía a los vendedores.

A las 9.00pm estaba ya en mi casa, lista para hacer las tareas de la escuela. Usualmente me iba a dormir a las 0.00 horas. Estos horarios eran de lunes a jueves porque los viernes podía desvelarme más en caso de algún compromiso para divertirme. Aún ahora me sorprende la energía que derrochaba.

Me gradué con honores. Mi jefe y compañeros de trabajo me acompañaron a la recepción de mi título. Estuve muy contenta al sentirme centro de atención y ser felicitada por también la buena noticia de que mi salario se incrementaba, pues recibiría comisión por las ventas que se realizaran.

Pronto tuve una auxiliar y el departamento a mi cargo florecía y prosperaba.

En esos días era novia de un joven estadounidense quien vivió varios meses en México y después se instaló en Austin, Texas.  Venía dos veces al año a visitarme y yo iba a Austin otras tantas.  Viajamos mucho, pero yo no tenía tantas vacaciones, así que los permisos para ausentarme de mi empleo se fueron complicando al tal grado que tuve que renunciar, después de cinco años en esa empresa.

Mi novio estaba por graduarse como Attorney at Law y “casualmente”, mi siguiente empleo fue en una empresa de abogados, como titular del staff secretarial. Fue un empleo tranquilo, sin grandes responsabilidades pero también sin un buen sueldo; así, después de dos años emigré a otra empresa como secretaria del director de finanzas quien resultó ser un hombre muy exigente y rudo, pero con él pulí mis conocimientos del inglés, mi rapidez en la máquina de escribir y mi tolerancia a los malos tratos lo cual se compensaba con un buen sueldo, prestaciones institucionales altas y compañeros que se convirtieron en amistades de toda la vida.
Sin embargo, algo sobrepasó mi tolerancia. Fue una falta de sensibilidad de dicho jefe ante el fallecimiento de uno de mis hermanos.  Renuncié, pero el jefe del jefe no permitió mi salida y me convertí en la segunda secretaria de la presidencia de esa empresa paraestatal.

En esa posición practicaba aún más el inglés y era la “young lady” a quien se le tenían grandes consideraciones.

Lamentablemente, tenía aún que tratar con el antiguo jefe y este me molestaba cada vez que podía. Así que opté por buscar otro empleo.

Ingresé a una empresa de ensueño; era la época en la que México estaba “administrando la bonanza petrolera”. Mis nuevos jefes eran los magnates de la exploración en el Golfo de Campeche.  Mi desempeño ahí fue valorado, así como gratificado en reconocimientos y premios.

Pero, los sueños tienen un despertar y tanto para mi país como para la empresa donde laboraba, el derrumbe fue estrepitoso.  Mi jefe me ofreció una liquidación antes de que la compañía se declarara en bancarrota. Acepté.

En esa época, mi relación con el abogado norteamericano había pasado a la historia y ahora salía con un hombre mayor, viudo, padre de un hijo y de nacionalidad alemana. Con él viajé a su país y a otras ciudades europeas. Nuestra relación fue de casi 10 años.  Nunca nos casamos, cada uno vivía en su casa, pero la comunicación era muy estrecha.

Después de regresar de Europa, ingresé al centro de estudios económicos de un organismo empresarial. Mi nuevo jefe era un economista, reconocido como un genio de las matemáticas y la economía, desde luego. Creo que fue una gran época laboral porque los economistas son gente realmente amigables, solidarios; en una palabra, afables. Guardo bellos recuerdos y conservo amistades extraordinarias de ese empleo.

En esos días me hice socia de un Consejo de secretarias. Mi jefe me alentaba para alcanzar la presidencia de ese grupo, algo que conseguiría más adelante.

Pero no todo es para siempre. Sucedió una verdadera desgracia, mi joven jefe falleció en su domicilio, víctima de un sujeto desconocido que entró para robar.

Como las autoridades investigaron el homicidio, fui llamada a declarar. Buscaban al culpable.  No tenían ni la menor idea por dónde empezar y al parecer hasta los empleados éramos sospechosos.  Una tarde me llamaron a la estación de policía, me entrevistaron en un pequeño cuarto, con una luz que iluminaba fuertemente mi cara. Recuerdo que el agente comentó, “las secretarias son las tapaderas de los jefes”. 

Como personaje público, se había hecho saber que mi jefe había fallecido de un ataque cardíaco, pero al capturar al culpable, todo salió a la luz. Fue un gran escándalo. Fueron días muy amargos, superados solo por el respaldo del director general del organismo y de los subalternos de mi jefe. 

Ahora bien, ¿cuándo sucedió mi cambio? Hasta ese momento estuve siempre sonriente y era conocida por mi alegría. Sin embargo, a raíz de los funestos acontecimientos, empecé a sonreír cada vez menos, tanto por la amenaza de que el nuevo jefe traería a su gente, como por la experiencia desagradable con los detectives.

El nuevo jefe, un doctor en economía, era conocido por “su piel delicada”; además empecé a suplir a las secretarias de la presidencia de ese organismo empresarial. El trabajo era muy interesante pero en realidad tenía dos obligaciones que cumplir y un solo sueldo, mas todo lo realizaba bien y era reconocida mi labor aunque, repito, no se reflejaba en mi salario.

En el centro de estudios económicos también cayó una especie de sombra; varios empleados fueron despedidos; la gente bonita empezó a escasear y yo, iba y venía del centro a la presidencia y de esta al centro.

Soy injusta al decir que la gente bonita ya no estaba; fue sustituida por personal también muy agradable, sobre todo cuando el doctor renunció y fue ascendido un economista singular.  El ambiente mejoró muchísimo, el centro volvió por sus fueros y todos estuvimos trabajando mucho mejor.

El director general del organismo empresarial fue despedido y en su lugar nombraron a mi jefe quien me pidió acompañarlo en su nueva posición. Todo parecía miel sobre hojuelas.  El ascenso fue muy favorecedor y por esos días recibí uno de los más altos reconocimientos a mi labor, tanto en especie como en diplomas.

Fue la época en que contraje matrimonio y me sentía realmente bien; amaba mi trabajo, tenía magníficos compañeros, recibía el mejor de los tratos de todos los jefes pero algo sucedió … el joven y brillante director general de ese organismo, falleció en un accidente automovilístico.

Vino un nuevo presidente del organismo empresarial, con ideas nefastas para los empleados de la institución.  Despidió a la gente que tenía más años de servicio, desapareció centros de estudios, regaló el contenido de la biblioteca, considerada un tesoro prácticamente nacional y otros etcéteras desagradables.

Para mí habían pasado cerca de 17 años de servicio cuando salí de ese amado organismo.  Creí que por lo reconocida que era, no tardaría en encontrar otra posición, lo cual tardó cinco largos meses durante los cuales recibí varios rechazos.

Ya no era la joven que asistía a una entrevista de trabajo y era contratada enseguida. Comprendí el significado de la frase “nosotros le llamamos”.

Una mañana me entrevistó un empresario bastante mayor, conocido por su fuerte carácter e hiperactividad. Me contrató sin decirme que trabajaría también para uno de sus hijos y llevaría gran parte de la administración de su oficina.

Fueron nueve años difíciles. Pero amaba mi trabajo, a pesar de todo, lo amaba. Sabía lo duro que es no tener un empleo y valoraba enormemente esa nueva oportunidad.

Poco a poco fui ganando el respeto de mi jefe, de su esposa y de los doce hijos de ambos. Todos eran jefes, todos solicitaban un trabajo especial, además de que yo atendía un pequeño conmutador, abría la puerta, atendía a los visitantes, llevaba agendas, etc., etc.

Aún con el respeto que me tenían, en varias ocasiones escuché gritos, regaños fuera de lugar y el castigo injusto a mi salario.

Pero no todo fue negativo. A través del trato telefónico, conocí a personas maravillosas. Dios compensó mis esfuerzos mediante este obsequio de vida que valoro infinitamente.  

Volviendo a lo profesional, en México, varias de las profesiones ejercidas por mujeres, no son valoradas en absoluto.  Secretarias, peinadoras, meseras, bailarinas, entre otras muchas, son tratadas con menosprecio.  Aún falta mucho por hacer, empezando -por ejemplo- el que muchas secretarias prefieren ser llamadas asistentes y el que muchas peinadoras se dicen estilistas.

En el consejo empresarial, un jefe dijo acertadamente que la secretaria es la “guardiana de los secretos” y asistente es quien asiste a alguien en los últimos momentos de su vida … ¡mira nada más!

Respecto a mi último empleo, pocas eran las ocasiones que me permitían sonreír, inclusive tuve un problema con mi jefe directo porque una vez le sonreí. ¡Imagínate!

Varias personas me dijeron que mi carga de trabajo crecía y crecía porque yo absorbía las responsabilidades que me endilgaban mis jefes (porque ya sabes que no era uno solo).  Incluso asistí a diplomados sobre administración para manejar adecuadamente mis labores.

Y sí, es cierto, no sabía decir que no y cada vez tenía a mi cargo más tareas, hasta que un día dije que no y me pidieron mi renuncia.

Fue una negociación difícil el conseguir una liquidación conveniente para mí. El contador me ayudó a negociar un 85% de lo que me correspondía. Accedí y el día en que me dieron un cheque, salí de esa oficina que, a pesar de todo, tanto amé.

Supe que en mi lugar fueron llamadas tres personas para realizar las tareas que llevé sola por mucho tiempo. Que la oficina cayó en caos y los disgustos no se hicieron esperar.

Fui llamada para regresar. Había aprendido a decir no. Ahora gozo de una tranquilidad por tantos años perdida, me siento libre, contenta y satisfecha de haber salido de esa última oficina.

Ahora recuerdo lo sucedido en mi último empleo como anécdotas que me hacen reír, pero que en su momento, algunas me llenaron de angustia.

Acepté a colaborar con mi antiguo jefe como traductora de la fundación que también creó con mi colaboración en el tiempo que trabajaba para él. “La señora milagritos” (así me llamaba mi exjefe, sin que yo lo supiera), regresó por la puerta grande.  Desde hace un año, apoyo con traducciones, soy bien tratada y respetada por el personal de la fundación y también por mi antiguo jefe.  Asisto a reuniones institucionales en las que soy presentada como la maestra traductora y me quedo con un sabor de boca muy agradable.

Tengo entre mis recuerdos la enorme satisfacción de haber presidido un Consejo secretarial, haber instruido a secretarias recién egresadas, tanto en congresos como en salones de clase; haber recibido reconocimientos compensatorios a mis esfuerzos, haber sido animada para continuar aprendiendo acerca de mi profesión, de cuestiones administrativas y de traducción. Me siento contenta de haber entregado lo mejor de mí misma en mis diferentes empleos y ser bien recordada por ello.

Hace poco, en una reunión con empresarios, al estar sentada al lado de un prominente emprendedor, se inició entre ambos una interesante conversación sobre varios tópicos. Él sabía de mi actual labor como traductora de la mencionada fundación. La plática fue interrumpida por una llamada de su secretaria, él frunció el ceño, dijo algo desagradable a ella, colgó y me comentó que, según él, “las secretarias están un peldaño abajo en cuanto a conocimientos e iniciativa, que era lamentable que señoras y señoritas que antes eran sirvientas, ahora fueran secretarias” … notó mi sonrisa ante sus afirmaciones y dijo que lo bueno es que yo soy traductora, a lo que le contesté amablemente, “sí, ahora soy traductora, pero con mucho orgullo le comento que por cerca de cuarenta años fui secretaria, ¡a mucha honra!”.