En el
presente, cuando veo a una joven de 15 años, la miro tan niña, tan inexperta,
tan necesitada aún de la protección familiar y recuerdo que a esa edad empecé a
trabajar como secretaria; pero en aquel entonces “me sentía grande”, de mayor
edad, tal vez por el maquillaje, la ropa, los zapatos de tacón alto, el peinado
y las medias.
Me había
graduado como secretaria en español. Al inicio de mi búsqueda de empleo recibí
varios rechazos, inclusive desengaños pero al fin, un mes de febrero fui
aceptada en una asociación como secretaria del gerente. Empecé a conocer el
mundo de los oficinistas, las carreras de las mañanas para llegar a tiempo, las
labores desconocidas que había que aprender, la atención al jefe, a los visitantes,
los teléfonos, la interacción con los compañeros de trabajo y un sinnúmero de
etcéteras.
En ese
primer empleo destaqué y pronto me di cuenta que podría ascender a gestor ante
una oficina gubernamental. Me armé de valor y con el respaldo de mi jefe
directo fui a hablar con el director general para solicitarle la oportunidad de
mi interés. Él era un hombre muy alto y
corpulento, mal encarado. Era la primera vez que le hablaba directamente. Me miró después de haber hecho mi propuesta;
sonrió y me dijo que pensaba que las mujeres aún deberíamos estar en casa
porque creía en el refrán “las mujeres solo son buenas para el metate y el
petate”. (El metate es un utensilio de
piedra en donde se muelen ciertos ingredientes de los alimentos; el petate es
la cama de los muy pobres).
Con esas
palabras salvajes creí que debía salir de su oficina inmediatamente, pero el
director añadió: “viendo el valor que
has tenido al pedirme esto, está bien, tuyo es el puesto; tomando en cuenta que
al primer error que cometas, te vas”.
Realicé
un buen trabajo pues me esforzaba por cumplir todo rápidamente, bien hecho todo
y de buen modo.
Mis
horizontes se habían ampliado y a los dos años busqué otro empleo que quedara
más cerca de la casa de mis padres, ya que la asociación se había mudado al sur
de la ciudad.
Un sábado
conocí al director de ventas de una compañía de iluminación. Era un ingeniero
de grata presencia. Le simpaticé y me agendó una cita con su jefe, el dueño de
la empresa. Este otro ingeniero me dictó
varias cartas, revisó mi taquigrafía, vigiló mi mecanografía, observó mi
ortografía y me contrató.
Ahí
conocí a Laura, ella me enseñó a trabajar más limpiamente, a ser ordenada, a
anotar todas las instrucciones que recibía y a ser muy honesta, porque entre
mis deberes estaba llevar “la caja chica” de los gastos de jefes y empleados.
Recuerdo que me dijo, “no te debe faltar ni sobrar dinero”, “los fondos de la
empresa, son sagrados”.
Al paso
del tiempo me convertí en jefa de la recepción de pedidos, título rimbombante
para un departamento de una sola persona, pero que interaccionaba con el de
producción, el de embarques y sobre todo con los vendedores.
Seguía
bajo las órdenes de mi primer jefe en esa empresa. Un día él me preguntó si no
iba yo a seguir estudiando; le dije que tal vez, pero no sabía cuándo. Mi jefe
era miembro del patronato de una exclusiva academia para secretarias; me
ofreció una beca y todas las facilidades para estudiar hasta conseguir el
título de secretaria ejecutiva bilingüe.
Recuerdo
que el transporte escolar pasaba por mí a las 06.30, llegaba a la academia a
las 07.00, asistía a las clases que terminaban a las 12.30. Comía
apresuradamente y me iba a trabajar de 13.30 a 20.00 horas.
Al llegar
a la oficina escuchaba los mensajes grabados en mi ausencia, elaboraba los
pedidos recibidos, atendía las quejas de los clientes y sobre todo atendía a
los vendedores.
A las
9.00pm estaba ya en mi casa, lista para hacer las tareas de la escuela.
Usualmente me iba a dormir a las 0.00 horas. Estos horarios eran de lunes a
jueves porque los viernes podía desvelarme más en caso de algún compromiso para
divertirme. Aún ahora me sorprende la energía que derrochaba.
Me gradué
con honores. Mi jefe y compañeros de trabajo me acompañaron a la recepción de
mi título. Estuve muy contenta al sentirme centro de atención y ser felicitada
por también la buena noticia de que mi salario se incrementaba, pues recibiría
comisión por las ventas que se realizaran.
Pronto
tuve una auxiliar y el departamento a mi cargo florecía y prosperaba.
En esos
días era novia de un joven estadounidense quien vivió varios meses en México y
después se instaló en Austin, Texas.
Venía dos veces al año a visitarme y yo iba a Austin otras tantas. Viajamos mucho, pero yo no tenía tantas
vacaciones, así que los permisos para ausentarme de mi empleo se fueron
complicando al tal grado que tuve que renunciar, después de cinco años en esa
empresa.
Mi novio
estaba por graduarse como Attorney at Law
y “casualmente”, mi siguiente empleo fue en una empresa de abogados, como
titular del staff secretarial. Fue un empleo tranquilo, sin grandes
responsabilidades pero también sin un buen sueldo; así, después de dos años
emigré a otra empresa como secretaria del director de finanzas quien resultó
ser un hombre muy exigente y rudo, pero con él pulí mis conocimientos del
inglés, mi rapidez en la máquina de escribir y mi tolerancia a los malos tratos
lo cual se compensaba con un buen sueldo, prestaciones institucionales altas y
compañeros que se convirtieron en amistades de toda la vida.
Sin
embargo, algo sobrepasó mi tolerancia. Fue una falta de sensibilidad de dicho
jefe ante el fallecimiento de uno de mis hermanos. Renuncié, pero el jefe del jefe no permitió
mi salida y me convertí en la segunda secretaria de la presidencia de esa
empresa paraestatal.
En esa
posición practicaba aún más el inglés y era la “young lady” a quien se le tenían grandes consideraciones.
Lamentablemente,
tenía aún que tratar con el antiguo jefe y este me molestaba cada vez que podía.
Así que opté por buscar otro empleo.
Ingresé a
una empresa de ensueño; era la época en la que México estaba “administrando la
bonanza petrolera”. Mis nuevos jefes eran los magnates de la exploración en el
Golfo de Campeche. Mi desempeño ahí fue
valorado, así como gratificado en reconocimientos y premios.
Pero, los
sueños tienen un despertar y tanto para mi país como para la empresa donde
laboraba, el derrumbe fue estrepitoso.
Mi jefe me ofreció una liquidación antes de que la compañía se declarara
en bancarrota. Acepté.
En esa
época, mi relación con el abogado norteamericano había pasado a la historia y
ahora salía con un hombre mayor, viudo, padre de un hijo y de nacionalidad
alemana. Con él viajé a su país y a otras ciudades europeas. Nuestra relación
fue de casi 10 años. Nunca nos casamos,
cada uno vivía en su casa, pero la comunicación era muy estrecha.
Después
de regresar de Europa, ingresé al centro de estudios económicos de un organismo
empresarial. Mi nuevo jefe era un economista, reconocido como un genio de las
matemáticas y la economía, desde luego. Creo que fue una gran época laboral
porque los economistas son gente realmente amigables, solidarios; en una
palabra, afables. Guardo bellos recuerdos y conservo amistades extraordinarias
de ese empleo.
En esos
días me hice socia de un Consejo de secretarias. Mi jefe me alentaba para
alcanzar la presidencia de ese grupo, algo que conseguiría más adelante.
Pero no
todo es para siempre. Sucedió una verdadera desgracia, mi joven jefe falleció
en su domicilio, víctima de un sujeto desconocido que entró para robar.
Como las
autoridades investigaron el homicidio, fui llamada a declarar. Buscaban al
culpable. No tenían ni la menor idea por
dónde empezar y al parecer hasta los empleados éramos sospechosos. Una tarde me llamaron a la estación de
policía, me entrevistaron en un pequeño cuarto, con una luz que iluminaba
fuertemente mi cara. Recuerdo que el agente comentó, “las secretarias son las
tapaderas de los jefes”.
Como
personaje público, se había hecho saber que mi jefe había fallecido de un
ataque cardíaco, pero al capturar al culpable, todo salió a la luz. Fue un gran
escándalo. Fueron días muy amargos, superados solo por el respaldo del director
general del organismo y de los subalternos de mi jefe.
Ahora
bien, ¿cuándo sucedió mi cambio? Hasta ese momento estuve siempre sonriente y
era conocida por mi alegría. Sin embargo, a raíz de los funestos
acontecimientos, empecé a sonreír cada vez menos, tanto por la amenaza de que
el nuevo jefe traería a su gente, como por la experiencia desagradable con los
detectives.
El nuevo
jefe, un doctor en economía, era conocido por “su piel delicada”; además empecé
a suplir a las secretarias de la presidencia de ese organismo empresarial. El
trabajo era muy interesante pero en realidad tenía dos obligaciones que cumplir
y un solo sueldo, mas todo lo realizaba bien y era reconocida mi labor aunque,
repito, no se reflejaba en mi salario.
En el
centro de estudios económicos también cayó una especie de sombra; varios
empleados fueron despedidos; la gente bonita empezó a escasear y yo, iba y
venía del centro a la presidencia y de esta al centro.
Soy
injusta al decir que la gente bonita ya no estaba; fue sustituida por personal
también muy agradable, sobre todo cuando el doctor renunció y fue ascendido un
economista singular. El ambiente mejoró
muchísimo, el centro volvió por sus fueros y todos estuvimos trabajando mucho
mejor.
El
director general del organismo empresarial fue despedido y en su lugar
nombraron a mi jefe quien me pidió acompañarlo en su nueva posición. Todo
parecía miel sobre hojuelas. El ascenso
fue muy favorecedor y por esos días recibí uno de los más altos reconocimientos
a mi labor, tanto en especie como en diplomas.
Fue la
época en que contraje matrimonio y me sentía realmente bien; amaba mi trabajo,
tenía magníficos compañeros, recibía el mejor de los tratos de todos los jefes
pero algo sucedió … el joven y brillante director general de ese organismo,
falleció en un accidente automovilístico.
Vino un
nuevo presidente del organismo empresarial, con ideas nefastas para los
empleados de la institución. Despidió a
la gente que tenía más años de servicio, desapareció centros de estudios,
regaló el contenido de la biblioteca, considerada un tesoro prácticamente
nacional y otros etcéteras desagradables.
Para mí
habían pasado cerca de 17 años de servicio cuando salí de ese amado
organismo. Creí que por lo reconocida
que era, no tardaría en encontrar otra posición, lo cual tardó cinco largos
meses durante los cuales recibí varios rechazos.
Ya no era
la joven que asistía a una entrevista de trabajo y era contratada enseguida.
Comprendí el significado de la frase “nosotros le llamamos”.
Una
mañana me entrevistó un empresario bastante mayor, conocido por su fuerte
carácter e hiperactividad. Me contrató sin decirme que trabajaría también para
uno de sus hijos y llevaría gran parte de la administración de su oficina.
Fueron
nueve años difíciles. Pero amaba mi trabajo, a pesar de todo, lo amaba. Sabía
lo duro que es no tener un empleo y valoraba enormemente esa nueva oportunidad.
Poco a
poco fui ganando el respeto de mi jefe, de su esposa y de los doce hijos de
ambos. Todos eran jefes, todos solicitaban un trabajo especial, además de que
yo atendía un pequeño conmutador, abría la puerta, atendía a los visitantes,
llevaba agendas, etc., etc.
Aún con
el respeto que me tenían, en varias ocasiones escuché gritos, regaños fuera de
lugar y el castigo injusto a mi salario.
Pero no
todo fue negativo. A través del trato telefónico, conocí a personas
maravillosas. Dios compensó mis esfuerzos mediante este obsequio de vida que
valoro infinitamente.
Volviendo
a lo profesional, en México, varias de las profesiones ejercidas por mujeres,
no son valoradas en absoluto.
Secretarias, peinadoras, meseras, bailarinas, entre otras muchas, son
tratadas con menosprecio. Aún falta
mucho por hacer, empezando -por ejemplo- el que muchas secretarias prefieren
ser llamadas asistentes y el que muchas peinadoras se dicen estilistas.
En el
consejo empresarial, un jefe dijo acertadamente que la secretaria es la “guardiana
de los secretos” y asistente es quien asiste a alguien en los últimos momentos
de su vida … ¡mira nada más!
Respecto
a mi último empleo, pocas eran las ocasiones que me permitían sonreír,
inclusive tuve un problema con mi jefe directo porque una vez le sonreí.
¡Imagínate!
Varias
personas me dijeron que mi carga de trabajo crecía y crecía porque yo absorbía
las responsabilidades que me endilgaban mis jefes (porque ya sabes que no era
uno solo). Incluso asistí a diplomados
sobre administración para manejar adecuadamente mis labores.
Y sí, es
cierto, no sabía decir que no y cada vez tenía a mi cargo más tareas, hasta que
un día dije que no y me pidieron mi renuncia.
Fue una
negociación difícil el conseguir una liquidación conveniente para mí. El contador
me ayudó a negociar un 85% de lo que me correspondía. Accedí y el día en que me
dieron un cheque, salí de esa oficina que, a pesar de todo, tanto amé.
Supe que
en mi lugar fueron llamadas tres personas para realizar las tareas que llevé
sola por mucho tiempo. Que la oficina cayó en caos y los disgustos no se
hicieron esperar.
Fui
llamada para regresar. Había aprendido a decir no. Ahora gozo de una
tranquilidad por tantos años perdida, me siento libre, contenta y satisfecha de
haber salido de esa última oficina.
Ahora recuerdo
lo sucedido en mi último empleo como anécdotas que me hacen reír, pero que en
su momento, algunas me llenaron de angustia.
Acepté a
colaborar con mi antiguo jefe como traductora de la fundación que también creó
con mi colaboración en el tiempo que trabajaba para él. “La señora milagritos”
(así me llamaba mi exjefe, sin que yo lo supiera), regresó por la puerta
grande. Desde hace un año, apoyo con
traducciones, soy bien tratada y respetada por el personal de la fundación y
también por mi antiguo jefe. Asisto a
reuniones institucionales en las que soy presentada como la maestra traductora
y me quedo con un sabor de boca muy agradable.
Tengo entre
mis recuerdos la enorme satisfacción de haber presidido un Consejo secretarial,
haber instruido a secretarias recién egresadas, tanto en congresos como en
salones de clase; haber recibido reconocimientos compensatorios a mis
esfuerzos, haber sido animada para continuar aprendiendo acerca de mi profesión,
de cuestiones administrativas y de traducción. Me siento contenta de haber
entregado lo mejor de mí misma en mis diferentes empleos y ser bien recordada
por ello.
Hace
poco, en una reunión con empresarios, al estar sentada al lado de un prominente
emprendedor, se inició entre ambos una interesante conversación sobre varios
tópicos. Él sabía de mi actual labor como traductora de la mencionada
fundación. La plática fue interrumpida por una llamada de su secretaria, él
frunció el ceño, dijo algo desagradable a ella, colgó y me comentó que, según
él, “las secretarias están un peldaño abajo en cuanto a conocimientos e
iniciativa, que era lamentable que señoras y señoritas que antes eran
sirvientas, ahora fueran secretarias” … notó mi sonrisa ante sus afirmaciones y
dijo que lo bueno es que yo soy traductora, a lo que le contesté amablemente,
“sí, ahora soy traductora, pero con mucho orgullo le comento que por cerca de
cuarenta años fui secretaria, ¡a mucha honra!”.
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