martes, 7 de abril de 2015

2- ASI TE CUENTO DE UNA BELLA SEÑORA


Hace poco te dije que quiero contarte de mi abuelita paterna, aunque creo que este relato no es original porque muchos nietos, en todos los tiempos, se han reunido, y ojalá se sigan reuniendo, alrededor de sus abuelos para escuchar cuentos, historias, anécdotas, leyendas, etc., contadas por quienes sabían y saben agregar lo necesario para entretener a los niños.

Ya te he platicado que por mi abue conocí la leyenda de los volcanes Popocatepetl e Iztaccihuatl; también la del jinete que habiendo ido a la guerra, a su regreso encontró que su prometida había fallecido y cabalgó con ella muchos días y noches. Igualmente por ella, sus nietos nos enteramos de la existencia de los “nahuales” (seres humanos que hicieron un pacto con el innombrable y que pueden convertirse en lobos, caballos o serpientes). También nos contaba historias de brujas, aparecidos, de tesoros enterrados durante la Revolución y sobre esa etapa de la historia mexicana, es que -al paso del tiempo- he guardado en mi memoria lo que le sucedió a ella.

Mi abuelita nació en 1899 en una hacienda del estado de Tlaxcala, en la que se cultivaba el maguey que da su origen al pulque, maravillosa bebida que escuché decir a mi abuela “sólo le falta un gramo para ser carne, es bueno para alegrar al más triste y dulce como la miel, pero si se consume en exceso, la persona puede caer muy bajo pues el pulque lo inclina a mostrar sus peores instintos”.

Mi abuela creció con las mejores atenciones para las niñas “bien nacidas” de aquella época. Su padre, hijo de un español más mexicano que muchos mexicanos, la proveyó de todo lo necesario y le inculcó una buena educación.  Desde los cinco años, la hija menor del señor Ortega, empezó a tomar clases de piano y de buenos modales.  Un poco más adelante, de cocina, manualidades y todo lo que una niña de su alcurnia, debía aprender.

Poco nos hablaba mi abuela de sus hermanos mayores; rubios y de ojos azules. Ella tenía la piel muy blanca y el pelo negro. Sus ojos eran castaño claro.  En su juventud era de buena estatura que fue perdiendo con la edad y por las pesadas labores que tuvo que realizar de su adolescencia en adelante. 

Todo parecía fluir benigna y plácidamente en la vida de la niña Ortega que estaba siendo preparada para cuando se casara, quizás con el hijo de algún otro hacendado de la región quien tal vez tendría un automóvil, la sensación de aquel entonces, que asustaba a quienes creían que era un invento fuera del dominio de Dios.  Con el tiempo, probablemente también habrían de tener un teléfono, aparato que hacia correr despavoridos a quienes creían que su ring-ring era el aviso de que había empezado el Apocalipsis.

El buen panorama cambió en noviembre de 1910 cuando  Francisco I. Madero declaró la guerra en contra de Porfirio Díaz. Se había iniciado la Revolución Mexicana.

El padre de mi abuela estaba tranquilo, en su hacienda se pagaba bien a los peones cuyos hijos iban a la escuela, construida por él, y había llevado a un buen maestro de la capital.

La terrible revolución se iba extendiendo en tiempo y horror por el enorme territorio mexicano y empezaron a surgir bandoleros que asaltaban y mataban sin ninguna consideración.  Así,  cada día corrió más fuerte el rumor de que los revolucionarios se acercaban a la hacienda de los Ortega, como a tantas otras propiedades, para enrolar a hombres y mujeres. Ellos para pelear contra los enemigos y ellas para servir de “soldaderas”.  Todos los pueblos por los que habían pasado los revolucionarios habían quedado devastados, de modo que quien poseía oro u otros tesoros, los enterraban para tratar de recuperarlos más adelante; encerraban a los jóvenes para que no se los llevaran, incluso construyeron refugios bajo tierra. Todo fue inútil,  la hacienda de mi bisabuelo fue saqueada y después incendiada. Mataron al señor Ortega y a su esposa. Se llevaron a sus hijos y también a la niña de 12 años que ya mostraba su juvenil belleza.

No recuerdo que mi abuela “se quebrara” cuando contaba su historia. Mi admiración por ella crece cuando la recuerdo tan fuerte, tan valiente, tan mujer.

Su vida había cambiado para siempre. De niña de la hacienda, pasó a ser la mujer de un soldado moreno, sonriente y dicharachero. Quién sabe por qué se la dejaron a él.  Mi abuela no nos contó si pasó de hombre en hombre hasta llegar con quien fue más tarde su único esposo y padre de sus hijos.

Durante esa revolución, los enrolados iban de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, guerreando y viviendo a salto de mata, hasta que en 1920 terminó el horror de ese levantamiento.

Mis abuelos se establecieron en la ciudad de Puebla.  Empezaron a llegar los hijos e hijas, todo en medio de la pobreza.  A fin de cuentas, la revolución no les dejó nada, absolutamente nada a los combatientes y mucho menos a sus soldaderas.  Había varios ejércitos; los mandamases pagaban a los soldados con billetes que solo eran reconocidos en su división castrense pues cada división emitió su propia “moneda”, que a los pobres no les servía de nada.

Mi abuela nunca mencionó si añoraba su vida en la hacienda; era una mujer curtida por los padecimientos y por más que trato de recordar, no viene a mi mente ninguna queja salida de su boca.  Su carácter era fuerte pero muy alegre; siempre tenía una palabra bondadosa y de aliento para los demás … aún siento su mirada de ternura y el calor que emanaba de su persona cuando la abrazábamos.  Ella enseñó a sus nietos el valor de un abrazo, una palabra de aliento y una caricia para los mejores o peores momentos.

Le gustaba bailar y cantar.  En las reuniones familiares era el alma de la fiesta.  Creo que esas características fueron los que salvaron su vida de la amargura y el desencanto.

¿Puedes creer que ella solita sacó a sus hijos adelante?, porque así fue. Mi abuelo se dedicó a la tauromaquia e iba y venía, sin hacerse cargo del hogar.  Mi abuelita empezó a vender mole poblano y arroz; envió a sus hijos a la escuela, les enseñó también a trabajar y los hizo hombres y mujeres de bien. También les construyó una casa por la que tuvo que batallar con los albañiles ya que el abuelo solo aparecía de vez en cuando, maltratado por las cornadas de los toros …  su mujer lo curaba;  pero una vez repuesto volvía a desaparecer.

Con el tiempo, sus hijos extendieron la familia que entera se trasladó a la capital del país, en busca de mejores oportunidades.  Aún, tuve la fortuna de nacer en Puebla y mis tres primeros años los viví en la casa de mi abuela, donde mis padres habían encontrado posada.  Así que, sin temor a equivocarme, fui una de sus nietas más cercanas.  Más adelante tomé el gusto de escuchar sus pláticas llenas de anécdotas y detalles de su infancia y aunque no conocí a mi bisabuelo, por esas charlas puedo visualizarlo como un señor alto, con pelo, barba y bigotes blancos, con sombrero y fumando un puro.

Mira esta foto, estoy con mi abuelita quien me acompañó en los festejos de mi salida de primaria. Ve cómo luce un vestido formal y abrigo y yo con mi primer atuendo de fiesta.  También años más tarde, me acompañó a la misa de mi graduación como profesionista.

Igual, recuerdo con gozo las vacaciones con ella pues te cuento que mi abue nos llevaba a Acapulco y fue así como conocí el mar, disfruté del sol de la playa y los baños con agua fría al regresar al hostal donde dormíamos el chiquillerío y la abuelita.  En especial recuerdo el día que nos llevó a Puerto Marqués y nos regresamos caminando por la carretera panorámica, mi abuelita iba cantando y sus nietos hacíamos los coros. Recogimos en el camino tantos limones que al llegar al hostal estábamos más cansados que nunca.

Con mi abuela aprendí a disfrutar los amaneceres en la playa Clavelitos, las puestas de sol en Pie de la Cuesta y a emocionarme con los clavados en La Quebrada, todo ello en el paraíso acapulqueño.  ¡Ah! y como ya sabes, no podíamos meternos al mar acabando de comer, teníamos que esperar una hora, los más largos 60 minutos que alguien se pueda imaginar.

Mis padres confiaban ciegamente en ella y me permitían pasar las vacaciones en su casa cuyos patios eran la delicia del nieterío los domingos y sobre todo en tiempo de las Posadas, Navidad y año nuevo.  Mi abuela tenía un “niño Dios”, al que amaba con toda su alma.  Con ella aprendí las tradiciones y también a levantar las ofrendas para los que ya se habían ido; sí, -bien lo sabes- entre las tradiciones heredadas de mi abue está la ofrenda que es un altar con frutas, platillos, agua, bebidas y dulces para que los difuntos lleguen a degustarlas. Nos decía que en noviembre los fallecidos tienen permiso para que en espíritu visiten la casa donde vivieron y vuelvan a tener el agrado de dar gusto a su paladar.

Otra tradición es la decembrina, de la que ya te platiqué largamente, por lo que no voy a repetir lo de las Posadas, Navidad y Año Nuevo.  Pero, lo que sí te cuento es que le gustaba mirarnos mientras jugábamos a “La Rueda de San Miguel”, “Doña Blanca”, “El Avión” y otros tantos juegos infantiles. A ver dime, ¿cuál era tu juego favorito?  El mío era brincar la reata.

Oh, volviendo a las celebraciones, ya te he comentado en mi niñez todos los festejos me parecían inventados por esa linda señora, bajita de estatura, de pelo blanco, con ojos llenos de vida en esa carita con muchas arrugas; sí, de esas arrugas que se forman por la risa y las carcajadas a todo pulmón.  En su casa celebrábamos el 21 de abril su cumpleaños y el 10 de mayo, el día de las madres; en ambas fechas le obsequiábamos rosas. Igualmente, varios de los nietos tuvimos la fortuna de que ahí se festejaran nuestros aniversarios. Mi abue cocinaba entonces un platillo especial y si en alguna reunión uno de los niños no quería comer, ella diagnosticaba que estaba enfermo, pues no era normal rechazar semejante delicia, tampoco creía bueno que alguien tomara un tónico para abrir el apetito, más bien recetaba tomarlo para hacer un “huequito” en el estómago para que cupiera el postre … 

Hubo un tiempo muy agradable en el que todo un ciclo escolar lo pasé en casa de mi abuela. Creo que esa etapa marcó mi carácter.  Ella era mi tutora, revisaba mis tareas y me ayudaba a dibujar. También me enseñó los rezos fundamentales de nuestra Fe y juntas íbamos a la iglesia.  De ella aprendí la devoción a Dios Nuestro Señor.  Igualmente, me inculcó a mirar a los ojos, saludar, pedir las cosas por favor y siempre dar las gracias, además de nunca contestar “de nada”, ni mucho menos “¿de qué?”, cuando se nos agradecía algo, sino aceptar esas “gracias”  con un “sí”, porque mi abue me explicaba que lo correcto es recibir la gracia de Dios.  También me cuidó cuando enfermé de amígdalas  y en las tardes veíamos algún programa en televisión.  Sonrío al recordar sus suspiros al ver a Roger Moore. Decía mi abuelita que era el hombre más guapo del mundo.

Por ella tome conciencia de mi primer y precoz enamoramiento porque sonrió pícaramente cuando le pregunté por qué pensaba yo tanto en “x” niño.  Y claro, fuimos cómplices porque yo no le dije a nadie que mi abuelita aguardaba con ansiedad el programa de su actor favorito, ni ella habló de mi gusto por ese compañerito de la escuela primaria.  Parecía una de sus hijas, pero no fue así, era algo más … era su nieta; y por ese motivo y otros más fuimos afines y entablamos una comunicación especial, incluso con la mirada. Su huella en mi ser es indeleble.

CONY UREÑA / Abril de 2015.

1 comentario: