Hace poco te dije que quiero contarte de mi abuelita
paterna, aunque creo que este relato no es original porque muchos nietos, en
todos los tiempos, se han reunido, y ojalá se sigan reuniendo, alrededor de sus
abuelos para escuchar cuentos, historias, anécdotas, leyendas, etc., contadas
por quienes sabían y saben agregar lo necesario para entretener a los niños.
Ya te he platicado que por mi abue conocí la leyenda de los
volcanes Popocatepetl e Iztaccihuatl; también la del jinete que habiendo ido a
la guerra, a su regreso encontró que su prometida había fallecido y cabalgó con
ella muchos días y noches. Igualmente por ella, sus nietos nos enteramos de la
existencia de los “nahuales” (seres humanos que hicieron un pacto con el
innombrable y que pueden convertirse en lobos, caballos o serpientes). También
nos contaba historias de brujas, aparecidos, de tesoros enterrados durante la
Revolución y sobre esa etapa de la historia mexicana, es que -al paso del
tiempo- he guardado en mi memoria lo que le sucedió a ella.
Mi abuelita nació en 1899 en una hacienda del estado de
Tlaxcala, en la que se cultivaba el maguey que da su origen al pulque,
maravillosa bebida que escuché decir a mi abuela “sólo le falta un gramo para
ser carne, es bueno para alegrar al más triste y dulce como la miel, pero si se
consume en exceso, la persona puede caer muy bajo pues el pulque lo inclina a
mostrar sus peores instintos”.
Mi abuela creció con las mejores atenciones para las niñas
“bien nacidas” de aquella época. Su padre, hijo de un español más mexicano que
muchos mexicanos, la proveyó de todo lo necesario y le inculcó una buena
educación. Desde los cinco años, la hija
menor del señor Ortega, empezó a tomar clases de piano y de buenos modales. Un poco más adelante, de cocina, manualidades
y todo lo que una niña de su alcurnia, debía aprender.
Poco nos hablaba mi abuela de sus hermanos mayores; rubios y
de ojos azules. Ella tenía la piel muy blanca y el pelo negro. Sus ojos eran
castaño claro. En su juventud era de
buena estatura que fue perdiendo con la edad y por las pesadas labores que tuvo
que realizar de su adolescencia en adelante.
Todo parecía fluir benigna y plácidamente en la vida de la
niña Ortega que estaba siendo preparada para cuando se casara, quizás con el
hijo de algún otro hacendado de la región quien tal vez tendría un automóvil,
la sensación de aquel entonces, que asustaba a quienes creían que era un
invento fuera del dominio de Dios. Con
el tiempo, probablemente también habrían de tener un teléfono, aparato que
hacia correr despavoridos a quienes creían que su ring-ring era el aviso de que
había empezado el Apocalipsis.
El buen panorama cambió en noviembre de 1910 cuando Francisco I. Madero declaró la guerra en
contra de Porfirio Díaz. Se había iniciado la Revolución Mexicana.
El padre de mi abuela estaba tranquilo, en su hacienda se
pagaba bien a los peones cuyos hijos iban a la escuela, construida por él, y
había llevado a un buen maestro de la capital.
La terrible revolución se iba extendiendo en tiempo y horror
por el enorme territorio mexicano y empezaron a surgir bandoleros que asaltaban
y mataban sin ninguna consideración.
Así, cada día corrió más fuerte
el rumor de que los revolucionarios se acercaban a la hacienda de los Ortega,
como a tantas otras propiedades, para enrolar a hombres y mujeres. Ellos para
pelear contra los enemigos y ellas para servir de “soldaderas”. Todos los pueblos por los que habían pasado
los revolucionarios habían quedado devastados, de modo que quien poseía oro u
otros tesoros, los enterraban para tratar de recuperarlos más adelante; encerraban
a los jóvenes para que no se los llevaran, incluso construyeron refugios bajo
tierra. Todo fue inútil, la hacienda de
mi bisabuelo fue saqueada y después incendiada. Mataron al señor Ortega y a su
esposa. Se llevaron a sus hijos y también a la niña de 12 años que ya mostraba
su juvenil belleza.
No recuerdo que mi abuela “se quebrara” cuando contaba su
historia. Mi admiración por ella crece cuando la recuerdo tan fuerte, tan
valiente, tan mujer.
Su vida había cambiado para siempre. De niña de la hacienda,
pasó a ser la mujer de un soldado moreno, sonriente y dicharachero. Quién sabe
por qué se la dejaron a él. Mi abuela no
nos contó si pasó de hombre en hombre hasta llegar con quien fue más tarde su
único esposo y padre de sus hijos.
Durante esa revolución, los enrolados iban de pueblo en
pueblo, de ciudad en ciudad, guerreando y viviendo a salto de mata, hasta que
en 1920 terminó el horror de ese levantamiento.
Mis abuelos se establecieron en la ciudad de Puebla. Empezaron a llegar los hijos e hijas, todo en
medio de la pobreza. A fin de cuentas,
la revolución no les dejó nada, absolutamente nada a los combatientes y mucho
menos a sus soldaderas. Había varios
ejércitos; los mandamases pagaban a los soldados con billetes que solo eran
reconocidos en su división castrense pues cada división emitió su propia
“moneda”, que a los pobres no les servía de nada.
Mi abuela nunca mencionó si añoraba su vida en la hacienda;
era una mujer curtida por los padecimientos y por más que trato de recordar, no
viene a mi mente ninguna queja salida de su boca. Su carácter era fuerte pero muy alegre;
siempre tenía una palabra bondadosa y de aliento para los demás … aún siento su
mirada de ternura y el calor que emanaba de su persona cuando la
abrazábamos. Ella enseñó a sus nietos el
valor de un abrazo, una palabra de aliento y una caricia para los mejores o
peores momentos.
Le gustaba bailar y cantar.
En las reuniones familiares era el alma de la fiesta. Creo que esas características fueron los que
salvaron su vida de la amargura y el desencanto.
¿Puedes creer que ella solita sacó a sus hijos adelante?,
porque así fue. Mi abuelo se dedicó a la tauromaquia e iba y venía, sin hacerse
cargo del hogar. Mi abuelita empezó a
vender mole poblano y arroz; envió a sus hijos a la escuela, les enseñó también
a trabajar y los hizo hombres y mujeres de bien. También les construyó una casa
por la que tuvo que batallar con los albañiles ya que el abuelo solo aparecía
de vez en cuando, maltratado por las cornadas de los toros … su mujer lo curaba; pero una vez repuesto volvía a desaparecer.
Con el tiempo, sus hijos extendieron la familia que entera
se trasladó a la capital del país, en busca de mejores oportunidades. Aún, tuve la fortuna de nacer en Puebla y mis
tres primeros años los viví en la casa de mi abuela, donde mis padres habían
encontrado posada. Así que, sin temor a
equivocarme, fui una de sus nietas más cercanas. Más adelante tomé el gusto de escuchar sus
pláticas llenas de anécdotas y detalles de su infancia y aunque no conocí a mi
bisabuelo, por esas charlas puedo visualizarlo como un señor alto, con pelo,
barba y bigotes blancos, con sombrero y fumando un puro.
Mira esta foto, estoy con mi abuelita quien me acompañó en
los festejos de mi salida de primaria. Ve cómo luce un vestido formal y abrigo
y yo con mi primer atuendo de fiesta.
También años más tarde, me acompañó a la misa de mi graduación como
profesionista.
Igual, recuerdo con gozo las vacaciones con ella pues te
cuento que mi abue nos llevaba a Acapulco y fue así como conocí el mar,
disfruté del sol de la playa y los baños con agua fría al regresar al hostal
donde dormíamos el chiquillerío y la abuelita.
En especial recuerdo el día que nos llevó a Puerto Marqués y nos
regresamos caminando por la carretera panorámica, mi abuelita iba cantando y
sus nietos hacíamos los coros. Recogimos en el camino tantos limones que al
llegar al hostal estábamos más cansados que nunca.
Con mi abuela aprendí a disfrutar los amaneceres en la playa
Clavelitos, las puestas de sol en Pie de la Cuesta y a emocionarme con los
clavados en La Quebrada, todo ello en el paraíso acapulqueño. ¡Ah! y como ya sabes, no podíamos meternos al
mar acabando de comer, teníamos que esperar una hora, los más largos 60 minutos
que alguien se pueda imaginar.
Mis padres confiaban ciegamente en ella y me permitían pasar
las vacaciones en su casa cuyos patios eran la delicia del nieterío los
domingos y sobre todo en tiempo de las Posadas, Navidad y año nuevo. Mi abuela tenía un “niño Dios”, al que amaba
con toda su alma. Con ella aprendí las
tradiciones y también a levantar las ofrendas para los que ya se habían ido;
sí, -bien lo sabes- entre las tradiciones heredadas de mi abue está la ofrenda
que es un altar con frutas, platillos, agua, bebidas y dulces para que los
difuntos lleguen a degustarlas. Nos decía que en noviembre los fallecidos
tienen permiso para que en espíritu visiten la casa donde vivieron y vuelvan a
tener el agrado de dar gusto a su paladar.
Otra tradición es la decembrina, de la que ya te platiqué
largamente, por lo que no voy a repetir lo de las Posadas, Navidad y Año
Nuevo. Pero, lo que sí te cuento es que
le gustaba mirarnos mientras jugábamos a “La Rueda de San Miguel”, “Doña
Blanca”, “El Avión” y otros tantos juegos infantiles. A ver dime, ¿cuál era tu
juego favorito? El mío era brincar la
reata.
Oh, volviendo a las celebraciones, ya te he comentado en mi
niñez todos los festejos me parecían inventados por esa linda señora, bajita de
estatura, de pelo blanco, con ojos llenos de vida en esa carita con muchas
arrugas; sí, de esas arrugas que se forman por la risa y las carcajadas a todo
pulmón. En su casa celebrábamos el 21 de
abril su cumpleaños y el 10 de mayo, el día de las madres; en ambas fechas le
obsequiábamos rosas. Igualmente, varios de los nietos tuvimos la fortuna de que
ahí se festejaran nuestros aniversarios. Mi abue cocinaba entonces un platillo
especial y si en alguna reunión uno de los niños no quería comer, ella
diagnosticaba que estaba enfermo, pues no era normal rechazar semejante
delicia, tampoco creía bueno que alguien tomara un tónico para abrir el
apetito, más bien recetaba tomarlo para hacer un “huequito” en el estómago para
que cupiera el postre …
Hubo un tiempo muy agradable en el que todo un ciclo escolar
lo pasé en casa de mi abuela. Creo que esa etapa marcó mi carácter. Ella era mi tutora, revisaba mis tareas y me
ayudaba a dibujar. También me enseñó los rezos fundamentales de nuestra Fe y
juntas íbamos a la iglesia. De ella
aprendí la devoción a Dios Nuestro Señor.
Igualmente, me inculcó a mirar a los ojos, saludar, pedir las cosas por
favor y siempre dar las gracias, además de nunca contestar “de nada”, ni mucho
menos “¿de qué?”, cuando se nos agradecía algo, sino aceptar esas
“gracias” con un “sí”, porque mi abue me
explicaba que lo correcto es recibir la gracia de Dios. También me cuidó cuando enfermé de
amígdalas y en las tardes veíamos algún
programa en televisión. Sonrío al
recordar sus suspiros al ver a Roger Moore. Decía mi abuelita que era el hombre
más guapo del mundo.
Por ella tome conciencia de mi primer y precoz enamoramiento
porque sonrió pícaramente cuando le pregunté por qué pensaba yo tanto en “x”
niño. Y claro, fuimos cómplices porque
yo no le dije a nadie que mi abuelita aguardaba con ansiedad el programa de su
actor favorito, ni ella habló de mi gusto por ese compañerito de la escuela
primaria. Parecía una de sus hijas, pero
no fue así, era algo más … era su nieta; y por ese motivo y otros más fuimos
afines y entablamos una comunicación especial, incluso con la mirada. Su huella
en mi ser es indeleble.
CONY UREÑA / Abril de 2015.
Uno de tus mejores textos, querida amiga - sin dudas. Congratulaciones.
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