Creo que muchos seres en la niñez fabricamos héroes y heroínas; ellos
nos guían en nuestro crecimiento y deseamos serles parecidos en la adultez.
Algunos de estos personajes son ficticios, pero otros son completamente reales
–como mis tías–.
Te hablaré primero de mis tías maternas, Carmen y Matilde, hermanas
mayores de mi mamá.
Todos los lunes, Carmen (nunca se casó) ayudaba a mi madre en las
labores hogareñas. Era una mujer fuerte,
de buena estatura, tez blanca y cabello oscuro. No recuerdo haberla visto
maquillarse, pero sí usaba carmín en los labios. Su voz y su carácter eran
dulces y por sobre todas las cosas, amaba a su hermana menor.
Algunos domingos, Carmen era invitada a pasear con mi familia. Recuerdo
un día que fuimos a Chapultepec y nos tomaron fotos. Aparezco tomada de su
mano.
Cuando llegó mi adolescencia, mi tía Carmen estuvo conmigo. Junto con mi
madre, recibí sus consejos para afrontar los cambios de mi vida de ese momento
en adelante.
Carmen era lo opuesto a su hermana Matilde (quien una vez casada dio a
luz a mellizos). Mujer muy guapa que sabía sacar partido a sus rasgos
físicos. Era el prototipo de la fémina
de moda en su época.
Viene a mi memoria un día en que jugaba en un patio y Matilde llegó a
visitarnos. Me pareció que arribaba una princesa; vestía un fino traje sastre y
su cara estaba perfectamente maquillada. Me causó una gran impresión, porque
estaba acostumbrada a las caritas lindas pero sin realce de mi mamá y de tía
Carmen.
Mi mamá tenía una cajita con polvo para usarlo en ocasiones especiales,
también tenía un labial. Ambos estaban guardados en un ropero, bajo llave. Esto
último no fue impedimento para que me hiciera de ellos y los usara en mi rostro
y labios, queriendo copiar el “look” de mi tía Matilde.
Creo que mi audaz comportamiento, solo lo llevé a cabo una vez. Mi mamá
guardó en otro escondite sus tesoros.
Por el lado paterno había más mujeres. Ya te he comentado del personaje
maravilloso que fue mi abuelita. De sus hijas, empezaré por contarte acerca de
Josefina.
Jose, así la llamaban, era administradora de un Café Turco, donde se
reunían árabes y judíos en sana convivencia, consumían mucho esa bebida que
daba nombre al lugar, jugaban dominó y devoraban comida originaria de sus
respectivas nacionalidades.
En el mencionado Café obtuve mi primer empleo a los 11 años. Fui la
lava-platos más joven que pasó por ahí.
Imagina el alborozo que sentí cuando recibí mi primer salario, mismo que
alcanzó para comprar golosinas para mis hermanos y una falda.
Jose, quien estuvo casada y tuvo un hijo -mi primo Daniel-, se separó de
su esposo y dedicó su vida a ser extremadamente generosa, sostenía a buena
parte de la familia. Su función como administradora le concedía un buen sueldo
que repartía entre sus hermanos, su hijo y sus sobrinos. Varias veces la acompañé a hacer las compras
necesarias para el Café y atestigüé lo basto de su despensa. Asimismo, la
acompañé al banco donde depositaba las ganancias del negocio que dirigía y
llegué a pensar que esa mi tía, era la mujer más poderosa del mundo.
Cuando me gradué de mis primeros estudios profesionales, Jose me
obsequió los zapatos que usaría en la noche de mi primer baile formal e
igualmente colaboró en la confección de mi vestido de gala.
Tendría que escribir muchas páginas para dar a conocer todos y cada uno
de los hechos que mi tía Josefina realizó en favor de sus familiares. Así que
continúo con mi tía Natalia. Una mujer alta, de figura espectacular. Trabajó
también en el Café Turco que dirigía su hermana mayor. Tuvo dos hijas y un hijo con su esposo que
era taxista, pero su abdomen siempre fue plano. De sonrisa fácil y deslumbrante,
atendía a los clientes del Café con diligencia y recibía magníficas propinas.
En la época en que Naty trabajó allí, fui ascendida a mesera. Así que de Naty
aprendí a tomar una orden, a “trabajarla” ante las cocineras y a servir de
manera adecuada. Laboraba los fines de semana y mi salario más propinas, eran
como un regalo del cielo.
Natalia me llevaba al “salón de belleza”; me obsequiaba un “manicure” y
pedía a las encargadas que me enseñaran a maquillar. Estaba apenas entre mis
14-15 años.
Después de graduarme, empecé a buscar trabajo como secretaria en
español. Varias veces, tanto Josefina, como Natalia me acompañaron a las
entrevistas laborales.
No creas que ha sido a propósito que me he “saltado” a mi tía Bertha, la
hermana mayor de mi papá. Ella tenía una
tienda de abarrotes y un enorme departamento antiguo donde habitaba con su
esposo y los cinco hijos de ambos.
Bertha también era de sonrisa fácil y carácter alegre. Su hija mayor, mi
prima Rosita, trabajaba en una dependencia gubernamental y recibía un salario
que en esa época era considerado como muy elevado. Rosita me enseñó a caminar
con zapatos de tacón alto y me recomendó para ingresar en su oficina, pero no
fui aceptada. Era demasiado joven.
Bertha tenía “ojos de gato” y pecas en sus mejillas. Su carácter
bonachón contrastaba con la seriedad de su esposo. Ambos fueron tíos
maravillosos.
Enseguida de Bertha estaba Virginia, mujer fuerte, de facciones firmes y
ojos verdes. Su risa era muy contagiosa
y su comprensión aún mayor. Mi tía
Virginia estuvo con mi familia en momentos que, con lo lindo de su carácter
hizo menos difíciles. Reía con mis gustos por la música de moda y sus hijos
fueron grandes compañeros de juegos.
Virginia (fue madre soltera de tres hijos), también trabajó en aquel
Café Turco. Era la que preparaba los platillos árabes y judíos pero su
especialidad era precisamente el café turco que se servía en pequeñas tazas. Esta
amada tía fue mi tutor en mi segundo año de primaria. Recibía las boletas de
calificación y delante de la maestra me dirigía una sonrisa de complicidad que
entendía cuando comentaba con mis padres que yo era una niña aplicada.
La última de las hermanas de mi padre fue María del Refugio, mi también amada
tía Cuquita. Pequeña de estatura, pero
con un corazón enorme y ojos color miel, muy coquetos. La recuerdo cuando era jefa de meseras en el
Café Turco y era novia de Antonio, hombre con el que se casó para toda la
vida. Muy risueña, bailadora, generosa y
comprensiva. Su hija Martha es una de mis primas más afines, al igual que su
hermanita Chelo.
Cuquita decretó que no iba a envejecer jamás y lo ha cumplido. Ha perdido la cuenta de su edad y en cada uno
de sus cumpleaños, le comento que muy pronto ella será menor que yo …
(jajajajaja).
Aunque Cuquita recientemente vivió una etapa muy dura (sufrió cáncer de
seno), nunca ha perdido su enorme alegría y disfruta de lo bueno de la vida.
Así también, en varias reuniones me ha enseñado a bailar Cha, cha, chá y Mambo.
Ah, también me ha enseñado a cocinar.
Cada vez que hablo con ella, o está por iniciar un viaje o acaba de
regresar de uno ¡Sí! Junto a mi tía Virginia, Cuquita viajó por toda la
república y ahora viaja con sus hijas, visitando inclusive Tierra Santa. Las anécdotas
de sus viajes son extraordinarias e invitan a disfrutar como ellas, de esos
paseos.
Reflexiono hoy las enseñanzas que recibí de mis adorables tías y espero
estar practicando lo que les
aprendí. Como Carmen, Bertha, Virginia y
Josefina, trato de ayudar a mi familia en todo lo posible. Como Matilde y
Natalia, gusto del arreglo personal, de la ropa y la comida. Como Cuquita, me
fascinan los viajes y el baile aunque no sea tan buena para bailar.
Cada una de mis tías ocupan un lugar especial en mi vida, aunque actualmente,
solo me queda Cuquita. Las demás se han
ido poco a poco, dejando un vacío entre las personas que tanto las quisimos,
pero su legado de alegría, sus enseñanzas, su ejemplo de mujeres valiosas, queda
vivo aún.
En contraste, al platicar con mis hermanas sólo Yola ha coincidido
conmigo. Maru no tiene recuerdos de su infancia y mis demás hermanitos eran muy
pequeños en la época de esta plática. Únicamente, Tere guarda una memoria
triste. Recuerda que nuestras tías la regañaban, que no éramos bien recibidos
en su casa, ni al visitarnos eran tan amables con nosotros como yo me acuerdo… Me pregunto si mi historia con las tías la he teñido de rosa al paso del tiempo…
Lo cierto es que mis tías dejaron una huella imborrable en mi infancia y
primera juventud. Recordar las navidades con esos seres maravillosos creo que
es algo digno de contar. Vienen a mi memoria las imágenes de Jose saliendo de
una gran tienda, cargada de cajas y bolsas de regalos para repartir entre sus
familiares. De Natalia, organizando a los niños para pedir “Posada” y romper la
piñata. De Bertha y Cuquita enseñándonos a cantar y bailar. De Virginia,
mostrándonos cómo degustar las ricas viandas, así como de Carmen y Matilde, extendiendo
sus brazos para apapacharnos con motivo de la celebración del nacimiento de
Nuestro Señor Jesucristo.
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